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En la emisión del 7 de febrero de 1997 un día antes de un recital en Buenos Aires, recibimos en ORAL Y PÚBLICO, la visita de José Carbajal, el Sabalero
La leyenda de El Sabalero
Emblema de la música uruguaya, el cantor radicado en Holanda está de vuelta. Aquí, el largo peregrinar y las dudas y certezas de un curioso bon vivant.
15/02/2004 0:00
Actualizado al 24/02/2017 12:50
José Carbajal maniobra una colita de cuadril a la parrilla, gira apenas, sonríe y dice: "Ves, ahí, al lado del plátano, tendría que hacer el altar de la Sole". El cantor uruguayo está en el jardín de su casa de Villa Argentina, Atlántida, que terminó de pagar con las regalías del candombe A mi gente que le grabó Soledad Pastorutti en 1998, en un mediodía de fuego que musicalizan chicharras y que vanamente trata de apaciguar la sombra de un árbol.
Más de 20 años atrás, otro argentino le otorgó los beneficios de "la versión exitosa" cuando Leonardo Favio le grabó Chiquillada. En el medio, José Carbajal fue obrero textil y anarquista, tuvo cinco hijos de tres mujeres, vivió en Uruguay, Argentina, España, Francia, México y Holanda y construyó una carrera a base de pocas pero densas y conmocionantes canciones. Algunas de ellas figuran en el disco que acaba de lanzarse en la Argentina y que presentará en el ND Ateneo el sábado 21: Los panaderos, Pa' l abrojal, La flota, La muerte, Borracho pero con flores.
"¿A vos te parece que irá gente?", preguntaba el día anterior en el Mercado del Puerto de Montevideo, frente a un reglamentario vasito de medio y medio y escuchando estoicamente las efusividades de guitarreros desdentados que tiran la manga y que le dedican temas y lo saludan y le dicen cómo andás vo, hermano del alma o grande Sabalero. El José Carbajal fue devorado definitivamente por el Sabalero, apodo que lleva casi como un documento de identidad: nació en 1944 en Juan Lacaze, cerca de Colonia, frente a una sección del Río de la Plata pródiga en sábalos.
El Sabalero atravesó la década del 70 como un paria. Ni tan folclórico como Alfredo Zitarrosa, ni tan político como Daniel Viglietti, ni tan rockero y murguero como Jaime Roos, se dedicó a componer canciones con una temática anclada en su infancia y adolescencia y a ser un hombre de ningún lugar. Esa libertad le costó disgustos y discusiones con, por ejemplo, Zitarrosa. "El era del Partido Comunista y yo más bien anarco. Nos queríamos mucho. En esa época todos nos peleábamos con todos. Yo usaba de escudo mi origen obrero, era el único que había trabajado en una fábrica. Me hacía el vivo. Una buena chicana para comunistas".
Desde hace 12 años vive en Holanda. En las antípodas del registro melancólico y costumbrista de su obra, Carbajal pasa sus días con su mujer Anke (holandesa, profesora de arte latino en la universidad), sus dos hijos (Antolín de 18, Catalina de 14), cocinando, andando en bicicleta, conversando con sus vecinos, navegando por internet y planeando viajes de turismo aventura, a la selva australiana por caso. "Cada tanto sale algún concierto por ahí: Suecia, España. Hay uruguayos por todos lados".
A veces da la impresión de que no te interesa mucho tu faceta artística, que podrías haberte dedicado a cualquier otra cosa.
Es verdad. Soy normalito, no me rompe la vida esto del canto y la música. Yo no me junto con mis amigos a hablar de armonía. Me ne me fregan esas cosas, me aburro. No toco nunca la guitarra. Me siento más cómodo escribiendo cuentos que canciones. También me gusta el armado de espectáculos, la parte técnica.
Sos una especie de bon vivant. Sin embargo, tus canciones son duras, agrestes, callejeras, simples.
Trabajo con lo que tengo. Mis limitaciones derivaron en un estilo. Me gustaría hacer otras cosas, pero no sé. Lo de bon vivant, bueno, a todos nos gusta comer bien, tomar whisky en vez de caña.
A continuación, El Sabalero da una receta de cierto pescado y dicta un listado de hongos que compraba en los mercados en París y recuerda un plato que probó en un bodegón de Tokio. Dice que tiene pensado ir a visitar a Pepe Guerra, que tiene una casa en Punta del Diablo. Evoca al Chuy, la ciudad fronteriza entre Uruguay y Brasil ("me encantan las fronteras, esas tierras de nadie") y su casamiento con Anke ahí, en Atlántida, a una cuadra de la playa, el 31 de diciembre de 1999 a las doce de la noche. "Lo hicimos un poco en joda. Pero se desbordó. Empezó a caer gente de todos lados, se montó un escenario, tocaron grupos. Duró hasta las diez de la mañana. Una borrachera inolvidable."
El Carbajal que tocaba sus canciones en el humoso Paradise de Amsterdam ante un público punk que lo adoraba ("a esos guachos divinos les gusta lo raro, lo exótico, por eso yo les caía bien") y este que está distribuyendo brasas, tomando un vaso de cabernet uruguayo ("mejoró mucho el vino de aquí") y enseñando flora y fauna del jardín —un rectángulo de chingolos, santarritas, romero y cactus—, se integran armoniosamente. Detrás del bigotazo oriental parece asomar un hombre sin conflictos aparentes, que planifica sus años crepusculares. "Cuando mi mujer se jubile y los chicos ya estén encaminados, quiero vender la casa de Holanda, comprar una más chica, comprar una grande aquí y pasar más tiempo en Uruguay. Me gusta envejecer con mi familia. Yo siempre que intenté una familia por un motivo u otro se me fue a la mierda. Valoro lo que tengo ahora".
José Carbajal habla pausado, con una musicalidad coloquial. Habla de su disco Entre putas y ladrones (91), con canciones del argentino Higinio Mena, quizás su mejor obra. Dice que las razones de su escasa producción reciente son una combinación entre la pereza y una autocrítica feroz y, ya de frente a la parrilla, cortando la colita de cuadril con una cuchilla, se enoja seriamente: "Puta. Se me pasó".