Media
La noche del 17 de diciembre de 1996, la historia de Perú cambiaría para siempre. No precisamente por la fastuosa fiesta que se estaba desarrollando en la residencia oficial del embajador japonés en Perú, Morihisha Aoki. Entonces, la excusa era la celebración del 63º aniversario del natalicio del emperador nipón Akihito, y para la velada se habían congregado unos 800 invitados, muchos de ellos hombres y mujeres de estrechos vínculos con el poder político y económico de Lima y de Tokio: la élite de un país que saludaba con simpatía la reelección del presidente Alberto Fujimori con el 64 por ciento de los votos, apenas un año atrás. Allí brindaban y conversaban entre sonrisas y buenos modales, cientos de diplomáticos, empresarios influyentes, funcionarios del gobierno y militares de alto rango.
Pero a las 8.20, se acabó la fiesta.
Una tremenda explosión hizo vibrar la mansión y abrió un humeante boquete en el muro del jardín trasero. De ese modo, la inexpugnable fortaleza, protegida por muros de más de 3,5 metros de altura, rejas en todas las ventanas, vidrios a prueba de balas y portones blindados, fue el escenario por el cual ingresaron, aprovechando la confusión y el aturdimiento de todos los invitados, catorce guerrilleros del Movimiento Revolucionario Túpac Amarú (MRTA) –doce hombres y dos mujeres–, disparando en todas direcciones y ordenando a todos que se tiraran al piso. Pese a que la seguridad del complejo estaba bajo el control de al menos 300 efectivos, entre policías y guardaespaldas fuertemente armados, nada pudieron hacer para contener al grupo guerrillero que sacó provecho del efecto sorpresa para tomar la iniciativa. El líder del grupo guerrillero, Néstor Cerpa Cartolini, buscó entre los invitados el embajador Aoki, y lo trasladó por la fuerza hasta la puerta de la residencia con un megáfono y órdenes precisas: debía exigirle a la policía que no disparara contra el edificio si no querían provocar una masacre.
De inmediato, se difundió por la prensa la primera de las exigencias de los guerrilleros que integraban el comando “Edgard Sánchez”: la liberación de 465 miembros del MRTA, prisioneros en las cárceles de Fujimori, entre los que estaban la propia esposa de Cerpa, Nancy Gilvonio, y la recientemente condenada ciudadana estadounidense Lori Berenson. El listado de reclamos también incluía una profunda crítica al programa de asistencia extranjera impulsado desde Japón para Perú, una condena por las “crueles e inhumanas” condiciones de reclusión de los presos en las cárceles y también exigía una revisión en las políticas gubernamentales de libre mercado, defendidas por la gestión Fujimori como puntos básicos de su gobierno.
Mientras tanto, todas las mujeres fueron liberadas la primera noche, incluida la madre del presidente Alberto Fujimori, y también los ancianos y aquellas personas que no tuvieran un vínculo directo con el gobierno peruano. En pocas horas casi la mitad de los rehenes quedaron en libertad.
Era el comienzo de la crisis de rehenes más importante de la historia peruana.
Sin condena, sin respuestas
Durante varios años se desarrolló en Lima, con más pausa que prisa, el proceso por las presuntas ejecuciones extrajudiciales. Desde el principio, se aclaró que los que estaban siendo juzgados no eran los integrantes del grupo comando que protagonizó el rescate, sino una cadena de mando paralela, conformado especialmente para ejecutar prisioneros rendidos o sobrevivientes, en la que figuraban Vladimiro Montesinos (ex asesor presidencial), Nicolás Hermoza Ríos (ex comandante general del Ejército), Roberto Huamán Azcurra (ex jefe del Servicio de Inteligencia Nacional) y Jesús Zamudio Aliaga. Ellos cuatro eran los que encabezan el grupo del SIN conocido con el nombre de “gallinazos” durante la recuperación, quienes entraron en acción catorce minutos después de iniciada la operación con la consigna de “rematar” a cualquier sobreviviente del MRTA.
Esa limitación judicial de no poder inquietar a ningún integrante del grupo comando –considerados como “héroes nacionales” por la prensa y los políticos de turno–, no hizo otra cosa que complejizar la investigación. Para la fiscalía, los emerretistas Eduardo Cruz Sánchez, Tito, Víctor Peceros Pedraza y Luz Meléndez Cueva fueron capturados vivos y luego ejecutados.
Pese a ello, la conclusión de tantas irregularidades fue la absolución de los acusados por parte del tribunal de la Corte Superior de la Base Naval del Callao, en un fallo difundido recién en octubre de 2012 donde la misma sala admite que la “ejecución arbitraria” de Tito está probada pero se considera incapaz de poder identificar la cadena de mando. Para la abogada de la Asociación Pro Derechos Humanos, Gloria Cano: “La sala ha emitido una sentencia bastante contradictoria, en principio, por lo que ha señalado, ya que incluso indicó que la fiscalía ha llevado mal el caso, que el fiscal se ha contradicho al emitir su alegato oral y el escrito”.
Sin embargo, vale adjuntar aquí que Montesinos y Hermoza purgan otra condena de 25 años de prisión por el asesinato de 25 civiles, así como también Roberto Huamán, libre desde 2011 luego de nueve años preso sin sentencia, y Zamudio, quien sigue prófugo de la justicia pero que, extrañamente, en 2008 no tuvo problemas para renovar su documento de identidad para cobrar la pensión por jubilación.
(Sudestada, 12 de agosto 2020)
A pocos días del sangriento suceso, nos visitó en la emisión de ORAL Y PÚBLICO del 16 de mayo de 1997, Beinusz Smukler (Asociación Americana de Juristas) recién llegado del Perú y nos relaó su versión de lo ocurrido